Pregón 2004

LA SEMANA SANTA DE BÉJAR


El tiempo en la memoria es siempre un espacio que llenamos con todo aquello que deseamos reencontrar algún día; las sensaciones, los misterios desvelados, la ingenuidad, el preludio de la felicidad o la tibia fragancia de lo desconocido. El tiempo, ese tiempo que en Béjar se hacina entre el misterio de la luz y el silencio de la piedra, es un ámbito en el que nos sentimos próximos porque forma parte de nuestras vivencias, porque en esencia forma nuestro reconocible paisaje íntimo en el que se constituye más que nuestra identidad, inmensamente más de lo que habita la herencia verdadera de la tierra, la identidad con lo que nos rodea y nos forma el corazón con palabras sin límites.

El tiempo de la memoria, como secuela de una identidad que nos da a conocer la vida, que nos hace partícipes del misterio, que nos propone identificarnos con una manera distinta de presentir las cosas rehechas en nuestra propia existencia, renovadas porque un poso imposible de olvidar y una sucesión de sensaciones difíciles de apartar forman nuestro más verdadero ser.

Y en ese tiempo, de manera permanente, se han quedado fijadas todas las imágenes del misterio único de la Semana Santa, y digo misterio porque muchas veces los símbolos, los olores, los sonidos y las palabras retoman su verdadero significado cuando se asientan en el campo de la melancolía.

Todo vuelve a nacer, a sucederse como si la remisión de las cosas conociesen un espacio y un tiempo distintos. Béjar huele hoy, en el nacer de la primavera, con el mismo olor de siempre, desde la memoria; huele a invierno caliente, a luz prematura, a sigilo de ala en las torres más altas, al retorno de la flor en los almendros del Bosque, a hierba verde en la semblanza de los jardines. Y en ese olor viene el preludio de la Semana Santa, como si ese envolverse en fragancias sutiles revalidase el conocimiento de las cosas y nos las dejase al lado mismo del corazón. Yo no sé por qué extraños misterios los sentidos nos abren los caminos de la realidad, son como pasadizos de un tiempo hacia otro espacio, de una luz hacia otra luz. Hoy miro hacia atrás y recupero aquella memoria caída de una primavera que en Castilla es tardía, y como dice Machado: pero es tan bella y dulce cuando llega, lo hace siempre para decorar una semana entera donde las figuras de la Pasión del Señor conviven con todos nosotros en una expansiva participación que nos llega hasta el alma. Semana Santa de muerte, Semana Santa de la piedra doliente y gozosa, del abismo y del preludio; de la oscuridad y de la luz.

La Semana Sana es siempre un tiempo de esperanza, de honda y abierta esperanza en el misterio más inmenso de la vida y de la muerte, del dolor y de la luz, y de lo inalcanzable con la razón.

La Semana Santa configura el destino del ser humano desde la honda verdad del amor, y sólo desde allí tiene sentido, tiene profundidad, tiene belleza. Vivimos el preludio del silencio, y Béjar es, por esta razón, un escenario que se engrandece con la intimidad de su silencio, y nos reconforta en cada instante ahora que la Semana Santa se asoma a los balcones del tiempo detenido, a las ventanas de esta gran casa que es el viento inmenso de Gredos.

Cuando el Domingo de Ramos asoma por las ventanas, se alza en las torres y se sumerge en las aguas del río, hay una fragancia de laureles dormidos, casi un despertar del mundo en ese ramo humilde y verde, siempre en las manos de la infancia, porque es allí donde el Domingo de Ramos se anuncia, es allí, en esas manos de inocencia, donde de verdad hemos sido niños gozosos, verdaderos heraldos de una borriquilla que entre la multitud sostiene a un hombre esperado hasta el cansancio. Es el día en el que Béjar, como una Jerusalén renovada, tiene el mayor índice de ingenuidad. ¡Cómo recuerdo aquellos Domingos de Ramos, cuando niño, junto al maestro! estrenábamos un par de zapatos, o unos pantalones, o cualquier insignificante prenda, porque ese día era el de la iniciación de las cosas, el señalado por el calendario para estrenar lo que fuese. Sí, yo estrené inocencias y tempestades de amor. Yo estrené el misterio de la falsedad del ser humano, esa contradicción del halago y del escarnio, del júbilo y del desdén. Supe que el corazón de los hombres se debate siempre entre dos fuerzas que luchan hasta el final, entre el aplauso y la condena a la muerte, entre el hosanna y el crucifícale, cara y cruz del alma humana. El Domingo de Ramos en Béjar, si contemplamos la luz del domingo, se devana en un sortilegio de cigüeñas, en un mar de vencejos y en un trotar de campanas que aquí suenan de manera singular y diáfana, con el estallido del granito y la frescura del acero.

Amanece el domingo de Ramos escondiendo la ciudad con velo mágico. Blanca y fugitiva luz que presiente un día cristalino, al levantarse lentamente en sus brazos inmensos. La sierra de Béjar se pierde en un mar de olas quietas y apacibles, y de cuando en cuando, levísima y somnolienta, se esfuma una nubecilla hacia la copa de un árbol en la altura. Mas no hay tristeza en este día: todo arranca entre las palmas amarillas y los brotes de olivo en una peregrina soledad. Y estamos seguros de que este halo acariciador tan sólo presiente que el granito de la sierra abraza, en su gesto callado, a la borriquilla aterciopelada que avanza entre la multitud. Domingo de Ramos en la Calle de los Curas, en la Plazuela de San Juan Bosco, en la Plaza de la Piedad, o entre el júbilo de la Plaza Mayor, hasta la Puerta de Ávila y la Iglesia de San Juan Bautista, a la luz transparente de Béjar, de aquella infancia que se apega a mi corazón con el vuelo frágil de las cosas esenciales. Llega hasta mí el olor de la mañana y el vuelo de los pájaros atravesando, en el azul, las torres más esbeltas o en la Iglesia de Santa María la Mayor.

Guardo en mí el sabor de este día envuelto en la ternura de Jesús abrazado por sus mismos verdugos.

Y da paso al lunes donde ya la ciudad se ha recogido como ensimismada, y hay en el viento un limpio afán de mayores silencios. Lunes Santo que recojo en las pupilas con la intimidad de las palabras esperanzadoras, viendo en el Vía Crucis los pasos del Jesús abandonado que camina hacia el Calvario, en la cruz del dolor.

Inolvidable será para mí aquella presencia del camino de Cristo, yo que no sabía aún lo que era el dolor, yo que no podía imaginarme que en aquel rostro de Jesús, donde lo humano se diviniza en una transparente inquietud de sosiego, simbolizaba el dolor humano flagelado por la indiferencia de los otros, amarrado con la más absoluta insensatez, golpeado con todos los resquicios del espanto. El dolor se hacía más humano en esa humanidad del Cristo, en esa espalda llagada sobre la que yo ponía mis ojos incrédulos y me fijaba, sobrecogido, en cómo ese cuerpo sostenía la dignidad con la mayor verdad posible.

Cada lunes santo en Béjar la Cofradía de la Santa Vera Cruz atraviesa las calles de Mansilla, Calleja del Balazo para recogerse en la Iglesia de nuevo, y ese pálpito de las personas que le mirábamos doliéndonos también nos permitía encender nuestro interior en un ímpetu de soledad y de noche. Es difícil poner palabras a las sensaciones, a esos duendes que nos habitan cuando algo nos inquieta entre las venas, en el lugar donde habita el silencio y el miedo.

Béjar tiene en el Lunes Santo las lágrimas maternales, tal vez las únicas lágrimas que pueden redimir a los hombres del deterioro de sus espíritus. Ahí camina, como flotando, como navegando entre un mar de claveles oscuros, la Madre doliente, posiblemente el rostro que sabe y conoce el desaliento de la premonición de la muerte. Los sueños de la luz habitan el espacio de la noche, se confunden con el ir y venir de ese movimiento desde donde se duele la vida en la maternal serenidad de unos ojos sin palabras. La ciudad es pasión en las torres más bellas que tal vez se asoman a la luna que riela sobre el gris y la sombra de un rostro de infinito y de esperanza.

Siento que ha sucedido ya el preludio de la última luz del mundo. Algo se calla y se silencia, como ahora el Cristo que camina hacia la muerte va brotando de los brazos, va sacudiéndose en los hombros de los braceros que soportan el peso de la agonía que es el peso de la intransigencia y del dolor incomprendido. Cristo ha proyectado en su rostro la mirada de todos; es así, desde que las calles de Béjar en la primavera huelen a piedra húmeda, al cálido arrullo del agua del río Cuerpo de Hombre, encerrada en el santuario de la esperanza con la Virgen del Castañar retando desde su lejanía la mirada de un pueblo que conoce, también como ella, el fin que espera en el Calvario de la tarde.

La tarde del lunes santo es, ahora en Béjar, un quemante descenso de luz y de fuego en el horizonte. La primavera escoge sus primeros frutos que esparce, lentamente, por el viento sonámbulo. Es la última luz que pisa el día y el Cristo nuevo, recién llegado a las tierras de Béjar, o el pequeño crucifijo que antiguamente acompañaba en los entierros.

Lentamente, a pasos que palpitan, se encaminan hacia esas estaciones que el Vía Crucis, en el más ancho dolor del mundo, volverá a ser el camino que Jesús hoy en Béjar, acompañado por todos, culminará en la muerte.

Es ilusión toda noche:
atravesando el arco de los sueños
poderosos del alba.
Mas la ilusión florece
de la misma manera que los ríos
lejanos del silencio, absorto
el corazón, rostro de fuego,
piedra de ese granito que atraviesa
los peldaños del tiempo
y nos abraza.

Béjar ha oscurecido en un instante de mínima quietud y el cimorro de la catedral vuela, como una cigüeña de alas infinitas, mientras se miran con hondura de fuego la virgen de la Esperanza y el Cristo de la Ilusión. Es noche en las almenas, todo noche.

El Martes Santo se adivina melancólico y levantado en los brazos del dolor. Allí esperan las horas como si escapasen de un paisaje de sombras y nos abrumara con la reiterada promesa de la vida. Huele a niebla de sueños invadiendo nuestras calles, esa invasión de Cristos en disposición del Sacrificio, de Vírgenes que en su seno llevan el peso de la agonía, un camino con la Cruz a cuestas hasta el Monte de la crucifixión y del delirio. Martes en la cadena de la desolación, peldaño a peldaño, eslabón a eslabón, martes que retorna con la presencia de la Virgen de la Soledad arrancado a la noche luces nuevas, lunas melancólicas y una estrella morada y grave, un enigma de faroles, un camino de velas en la oscuridad como un rosario de colores. Esa imagen retorna con el dolor de la madre, con la angustia de quien siente cercana la muerte del hijo. Todo se predispone a la compasión, y el brillo de siglos en la noche se transforma en caricia y en abrazo suave y hondo, filial y secreto. En este momento de la Semana Santa Béjar se contagia de una especial sensibilidad y se mira en el dolor de esta Virgen, de esta Soledad, más vacía que nunca, de esta angustia que el camino predispone al llanto, sabiendo que la soledad es el vacío más insondable del ser humano, y que en soledad se llenan los pozos del corazón de un inmenso desconsuelo. Nunca podré olvidar la sensación primera del rumor de los hábitos y de los metales que irrumpían por los rincones de la ciudad como recién surgidos de un naufragio de espumas calladas por la nocturnidad y la plenitud de las crestas de la sierra de Béjar, en las alturas de la inmensidad.

Todo es tan esclarecedor como la música del alma, donde el aviso de la debilidad humana es un grito más en el desierto de la noche.

El martes Santo se esconde en las esquinas de la ciudad, en las puertas abiertas, en el cenáculo del viento. No hay otro instante de más intenso vacío que el rostro de la Virgen de la Soledad, contemplando el rincón oscuro de la tarde que ha derramado también lágrimas de sangre:

Rostro habitado
por una lágrima lenta
que desciende.
Cae sobre su manto
el silencio del frío
de la tarde. La ciudad
serenamente roza
sus manos tan vacías.
Hay un hondo llorar
que deja entre sus ojos
el brillo de la noche.

Los tambores despiertan sus quejidos para nunca callar. A lo lejos, la Plazuela de Martín Mateos, la Calle Colón o la Plaza de España son una incógnita que se clava en el cielo, y la luna surge prisionera entre las nubes deshilachadas y tímidas como palomas. Por las calles recoletas y recogidas vagan las sombras de las ánimas, desde el origen de la procesión, a toque de campana, a toque frío de campana, a toque desnudo de campana, hondo como el frío sonar de un golpe que la noche aprisiona en sus alas de oscuro sonido de campana. Las sombras atraviesan Olleros y descienden hasta la iglesia de San Juan Bautista, y suena el llanto en todos los que miran la soledad, en ese dolor de las mujeres que enciende el miedo del tiempo que resta para morir en la cruz. Se encienden las sombras de la noche.

La Semana Santa de Béjar tiene la intimidad de la piedra, la originaria magnitud de los caminos de los siglos en vetusta soledad de tiempo. Y por eso el Miércoles Santo despierta en el silencio, sólo el silencio,

y entonces sólo podrás escuchar cómo florece el agua
de las fuente, el misterio de una mínima quietud
de piedra milenaria, la sensación de que todo termina
al filo de la tarde; los cofrades caminan y tan sólo
se escucha el quejido de sus túnicas, el lento transcurrir
de los pasos deslizándose en la larga hilera de las calles de Béjar.

Es un momento para la intimidad del silencio, para ver pasar y ver fluir la tarde que se domina e la quietud de las puertas abiertas de la ciudad, y una vez más sentir ese roce de las hojas que se mecen en la fidelidad del viento, con el gemido de los tambores que se acercan y rozan el borde de las lágrimas del silencio; ese silencio que llorar y palpita con fino clamor de llanto. Miércoles Santo que la cofradía de nuestro Padre Jesús Nazareno sabe colmar de más silencio aún. Mirad en la noche cómo nada se escucha que no sea el pálpito del dolor de este Cristo que en la Cruz lleva al mundo, que en la Cruz ha recogido todo el temblor de la vida, toda la fuerza del misterio de los seres humanos en las batallas difíciles de vivir. Mirad a este Cristo que acumula, en sus hombros, el peso de la historia y no se rinde nunca. La luna nos mira en la noche fría, tiembla también la piedra más intensa que recibe en su seno el ser doliente de un Cristo que en el largo batallar de cada día nos abraza y nos ama. Todo es silencio, todo instante así vivido es silencio, profundo silencio hasta la madrugada, hasta el alba del silencio, cuando entre las llamas de las velas el grito de la noche es un clamor de estrellas.

Béjar se parece más que nunca a un templo callado y misterioso, a un lenguaje de piedra tallada por las manos de sus más recios hijos, a un silencio imperturbable que camina despacio hacia la luz de la mañana. Béjar se envuelve de un clamor de primavera en el rocío silencioso de los campos, y nos llega desde el Bosque el rumor de las aguas, la plácida sensualidad de los jardines, y allí también un silencio de hojas mece el infinito.

Este es uno de los momentos más intensamente vividos de la Semana Santa de Béjar, donde se aúnan todos los sentidos para bañarse en el silencio magnífico de la noche, y así aquietarse en la belleza de lo inasible y de lo incomprensible a la vez, la trascendente mirada de las cosas cuando son iluminadas por la belleza que esta ciudad siente en plenitud y total serenidad de inmensidad y de noche. Cuando Cristo asoma frente a las esquinas, luminoso en el resplandor de los braceros que le mecen con sinfonía de pasos, con un ritmo de austeridad y fuerza, cuando se vislumbra frente a la iglesia de Santa María la Mayor adquiere una dimensión inigualable de tragedia y de honda verdad de alma.

Pero es en el Jueves Santo cuando Béjar se prepara para contemplar la historia de la Pasión, el desfile parsimonioso de cada una de las tallas que componen los momentos cruciales del tiempo de Jesús, cada estación doliente de este itinerario que anuncia el viernes como culminación de la muerte pero que, ahora, es camino doloroso hacia la Cruz. Desde la última Cena hasta la agonía infinita, pasando por el Huerto de los Olivos y el Prendimiento, instantes recreados con fuerza y verdad en cada uno de los momentos de la pasión de Cristo. El Jueves Santo en Béjar es un gran huerto de los olivos de granito y de cielo estrellado. Béjar es un cáliz de luna que se bebe la noche.

El Tálamo es la costumbre legendaria en la que se subastan públicamente todos los dones que los fabricantes y comerciantes regalan a la cofradía de la Santa Vera Cruz para el sostenimiento de los gastos de esta hermandad.

Entonces, la ciudad se achica y se enternece, se envuelve en una transparencia única y frágil y el rumor tímido de la noche acompaña la oración y la penitencia. Es otro de los momentos más inolvidables, más lúcidos de la Semana Santa, en ese puñado de vida que el caminar hacia la muerte hace fructificar con profunda queja de dolor.

El viento reza. La noche reza. Reza también el lienzo mineral de cada rincón, y la calle de los Curas en el rumor de la vida, y Mateo Hernández, durmiente entre sus esculturas de la fauna y del tiempo. Y también las cigüeñas en todas las torres, y el cuerpo maltrecho del Cristo que clama en la noche sin que sea escuchado, en un clamor íntimo y personal que cada uno tiene que sentir en el fluir calmado de su alma.

Ya se divisa la primera luz del día. Ha roto oscuridades lejanas en la línea última del mundo; se ha desprendido en las alas de la vida, la palabra que encierra el misterio del hombre. La ciudad se hace cristal desde las aguas de la madrugada y se nos despierta el corazón para esperar que en el Viernes Santo suceda el mayor silencio posible, acontezca el mayor misterio del dolor.

Vivir en Béjar el preludio del Viernes Santo es sentirse muy próximos al camino de un tiempo inexistente ya, al sendero de las pocas cosas verdaderas que puede el ser humano sentir en los tiempos que ahora vivimos, deshumanizados, capaces de tocar lo más terrible sin que nos produzca ningún escalofrío ni se nos rompa ninguna luz en el fondo del corazón. Esta experiencia de la Semana Santa de Béjar es la confluencia de un paisaje exterior que se armoniza con un paisaje interior, y en esa convivencia el ser humano que vive estos momentos siente la intensidad de un vacío que le conmociona y le habla sin palabras. Es difícil expresar con los signos de nuestro idioma el lenguaje que sólo tiene palabras en la emoción.

En el Viernes Santo se rasgan las laderas del silencio para hacerse aún más el vacío, para descubrir ese plomizo despertar de la piedra en cada rincón de Béjar, también entristecido, también cubierto de un negro manto de soledad y noche. Las calles de la ciudad, los campanarios y los rincones donde el tiempo ha posado su pasar desnudo son habitados por la sombra inmaterial de los presentimientos. En la muerte el ser humano confluye con el pesar, con la fuerza irracional del destino único del hombre, con la tragedia de la despedida. Y Béjar, en cada Viernes Santo, se rasga en pañuelo de pasión y muerte, se tiñe de una tenue promesa de muerte diluida.

¿Por qué Béjar adquiere ese brillo de azabaches en la mirada de la vida?

¿Desde qué prisión de luz el tiempo es parte consustancial del hombre en su designio mortal?

¿Cómo es posible que una ciudad se derrame toda ella desde su consciencia espiritual? Y esto sucede en el Viernes Santo en Béjar, cuando todo se hace prisión de soledad y acompaña a Cristo en su lecho mortal, en el sudario de nardos clamorosos donde abraza la muerte dentro del claustro inmenso de Béjar, toda ella transformada en un claustro de soledad y angustia encendida.

Y detrás, como una sombra de lutos y puñales de frío acero, la Madre, siempre la Madre, angustiada por el infinito dolor de la muerte del hijo, cercenado su corazón frágil por la insensatez de los seres humanos.

Peregrinemos ocultos hasta el fondo donde se esconde el día, donde imaginamos un presagio negro y doloroso en la Cruz de la vida, que ahora llevamos arrastrando a cuestas sin poder olvidar ese delirio de eternidad, ese delirio de sangre y agonía, ese delirio fervoroso de la sombra que pasa por un anochecer de luz pequeña, por un campo de fuego encendido en los muros y en las calles que recorren despacio con el dolor clavado en tus ojos de muerte...

Ya todo ha terminado. Se oscurece este instante y se apagan los últimos destellos; el tiempo se detiene en su infatigable correr hacia el abismo. No hay una voz que suene con más alto dolor que quien apaga su voz y se hace oración sigilosa, palabra interior, morada última de impenetrable misterio. Ya todo ha terminado: descansa en paz en este instante único en el que todo parece que se calla, y Béjar abraza con su lánguida piedra gris el corazón de una Madre sin consuelo... La Piedad ahonda en el delirio del dolor, soporta el peso del Hijo muerto.

Hemos acompañado hasta el último instante al yacente Cristo en su urna de cristal, que empalidece aún más su cuerpo desnudo y maltratado. Las calles de Béjar han visto, más alerta que nunca, el paso del dolor. Ya sólo queda ver llegar la madrugada de la esperanza, el encuentro del sábado. También ahora Béjar se predispone a la compasión, y el brillo de siglos en sus casas y puertas se transforma en caricia y en abrazo suave y hondo, filial y secreto. En este momento de la Semana Santa, Béjar se prepara para el encuentro, para un vigoroso sonar de campanas, para la tentativa de luminosidad en el fervor de la esperanza y se escucha desde esas horas primeras el murmullo de las gentes en la pascua nueva de la luz.

La procesión del encuentro entre Jesús y la Virgen anuncia la gozosa resurrección de Cristo. Se recompone la vida y con ella la necesidad de ver otra vez la luz.

La mañana del Domingo de Resurrección es un vigoroso sonar de campanas, una tentativa de luminosidad en el fervor de las cosas, y se escucha desde primeras horas el fogonazo de los cohetes y de los fuegos de artificio. El murmullo de las gentes lo llena todo, se escucha la vibración de la alegría expandida en los cuatro vientos. La Resurrección forma parte esencial del plan íntimo de Dios, o al menos lo presentimos así, y cuando esa mañana de gloria se encuentran el Cristo y la Virgen, se recompone la vida, y con ella la absoluta necesidad de ver otra vez la luz. Y Béjar surge como un templo de libertad, abiertas sus puertas a los vientos más anchos, desechados los postigos, encendidas las calles, piedra a piedra en el temblor misterioso de la beatitud de las cosas. La esperanza es una luz que se nos clava en el alma con perfiles de sueños y de horizonte sin límites. La esperanza vuelve a los hombres para humanizarnos más, para que se asuma en su carne débil, en su dolor existencial de permanente angustia. En este día algo nos escribe en el fondo del alma con letras de silencio pero, a la vez, con buril de esperanza. Es el Domingo de Resurrección, el único domingo donde la vida está por encima de la muerte y la hallamos en lo más recóndito de las alturas del corazón y en lo más hondo del abismo del dolor.

Una vez más Béjar participa de esa generosidad y es propicia a la fiesta, al trago de limonada, a las torrijas o al hornazo de pascua. Vuelve el sentido lúdico a las calles, las mismas que atravesaron el dolor y la muerte, las mismas que vieron el cuerpo doliente y moribundo del Cristo del Amarrado, ese Cristo Nazareno, el Calvario, o las lágrimas serenas de la madre.

La luz ya baña Béjar y el aroma del campo envuelve en inmensa primavera a la ciudad, ya toda gozo en este tiempo de Pascua y de vida.

Ávila, Semana Santa de 2004