LA SEMANA SANTA DE BÉJAR
El tiempo en la memoria es siempre un espacio que llenamos con todo
aquello que deseamos reencontrar algún día; las sensaciones, los misterios desvelados,
la ingenuidad, el preludio de la felicidad o la tibia fragancia de lo
desconocido. El tiempo, ese tiempo que en Béjar se hacina entre el misterio de
la luz y el silencio de la piedra, es un ámbito en el que nos sentimos próximos
porque forma parte de nuestras vivencias, porque en esencia forma nuestro
reconocible paisaje íntimo en el que se constituye más que nuestra identidad,
inmensamente más de lo que habita la herencia verdadera de la tierra, la
identidad con lo que nos rodea y nos forma el corazón con palabras sin límites.
El tiempo de la memoria, como secuela de una identidad que nos da a
conocer la vida, que nos hace partícipes del misterio, que nos propone
identificarnos con una manera distinta de presentir las cosas rehechas en
nuestra propia existencia, renovadas porque un poso imposible de olvidar y una
sucesión de sensaciones difíciles de apartar forman nuestro más verdadero ser.
Y en ese tiempo, de manera permanente, se han quedado fijadas todas
las imágenes del misterio único de la Semana Santa, y digo misterio porque
muchas veces los símbolos, los olores, los sonidos y las palabras retoman su
verdadero significado cuando se asientan en el campo de la melancolía.
Todo vuelve a nacer, a sucederse como si la remisión de las cosas
conociesen un espacio y un tiempo distintos. Béjar huele hoy, en el nacer de la
primavera, con el mismo olor de siempre, desde la memoria; huele a invierno
caliente, a luz prematura, a sigilo de ala en las torres más altas, al retorno
de la flor en los almendros del Bosque, a hierba verde en la semblanza de los
jardines. Y en ese olor viene el preludio de la Semana Santa, como si ese
envolverse en fragancias sutiles revalidase el conocimiento de las cosas y nos
las dejase al lado mismo del corazón. Yo no sé por qué extraños misterios los
sentidos nos abren los caminos de la realidad, son como pasadizos de un tiempo
hacia otro espacio, de una luz hacia otra luz. Hoy miro hacia atrás y recupero
aquella memoria caída de una primavera que en Castilla es tardía, y como dice
Machado: pero es tan bella y dulce cuando llega, lo hace siempre para decorar
una semana entera donde las figuras de la Pasión del Señor conviven con todos
nosotros en una expansiva participación que nos llega hasta el alma. Semana
Santa de muerte, Semana Santa de la piedra doliente y gozosa, del abismo y del
preludio; de la oscuridad y de la luz.
La Semana Sana es siempre un tiempo de esperanza, de honda y abierta
esperanza en el misterio más inmenso de la vida y de la muerte, del dolor y de
la luz, y de lo inalcanzable con la razón.
La Semana Santa configura el destino del ser humano desde la honda
verdad del amor, y sólo desde allí tiene sentido, tiene profundidad, tiene
belleza. Vivimos el preludio del silencio, y Béjar es, por esta razón, un
escenario que se engrandece con la intimidad de su silencio, y nos reconforta
en cada instante ahora que la Semana Santa se asoma a los balcones del tiempo
detenido, a las ventanas de esta gran casa que es el viento inmenso de Gredos.
Cuando el Domingo de Ramos asoma por las ventanas, se alza en las
torres y se sumerge en las aguas del río, hay una fragancia de laureles
dormidos, casi un despertar del mundo en ese ramo humilde y verde, siempre en
las manos de la infancia, porque es allí donde el Domingo de Ramos se anuncia,
es allí, en esas manos de inocencia, donde de verdad hemos sido niños gozosos,
verdaderos heraldos de una borriquilla que entre la multitud sostiene a un
hombre esperado hasta el cansancio. Es el día en el que Béjar, como una
Jerusalén renovada, tiene el mayor índice de ingenuidad. ¡Cómo recuerdo
aquellos Domingos de Ramos, cuando niño, junto al maestro! estrenábamos un par
de zapatos, o unos pantalones, o cualquier insignificante prenda, porque ese
día era el de la iniciación de las cosas, el señalado por el calendario para
estrenar lo que fuese. Sí, yo estrené inocencias y tempestades de amor. Yo
estrené el misterio de la falsedad del ser humano, esa contradicción del halago
y del escarnio, del júbilo y del desdén. Supe que el corazón de los hombres se
debate siempre entre dos fuerzas que luchan hasta el final, entre el aplauso y
la condena a la muerte, entre el hosanna y el crucifícale, cara y cruz del alma
humana. El Domingo de Ramos en Béjar, si contemplamos la luz del domingo, se
devana en un sortilegio de cigüeñas, en un mar de vencejos y en un trotar
de campanas que aquí suenan de manera singular y diáfana, con el estallido del
granito y la frescura del acero.
Amanece el domingo de Ramos escondiendo la ciudad con velo mágico.
Blanca y fugitiva luz que presiente un día cristalino, al levantarse lentamente
en sus brazos inmensos. La sierra de Béjar se pierde en un mar de olas quietas
y apacibles, y de cuando en cuando, levísima y somnolienta, se esfuma una
nubecilla hacia la copa de un árbol en la altura. Mas no hay tristeza en este
día: todo arranca entre las palmas amarillas y los brotes de olivo en una
peregrina soledad. Y estamos seguros de que este halo acariciador tan sólo
presiente que el granito de la sierra abraza, en su gesto callado, a la
borriquilla aterciopelada que avanza entre la multitud. Domingo de Ramos en la
Calle de los Curas, en la Plazuela de San Juan Bosco, en la Plaza de la Piedad,
o entre el júbilo de la Plaza Mayor, hasta la Puerta de Ávila y la Iglesia de
San Juan Bautista, a la luz transparente de Béjar, de aquella infancia que se
apega a mi corazón con el vuelo frágil de las cosas esenciales. Llega hasta mí
el olor de la mañana y el vuelo de los pájaros atravesando, en el azul, las
torres más esbeltas o en la Iglesia de Santa María la Mayor.
Guardo en mí el sabor de este día envuelto en la ternura de Jesús
abrazado por sus mismos verdugos.
Y da paso al lunes donde ya la ciudad se ha recogido como ensimismada,
y hay en el viento un limpio afán de mayores silencios. Lunes Santo que recojo
en las pupilas con la intimidad de las palabras esperanzadoras, viendo en el
Vía Crucis los pasos del Jesús abandonado que camina hacia el Calvario, en la
cruz del dolor.
Inolvidable será para mí aquella presencia del camino de Cristo, yo
que no sabía aún lo que era el dolor, yo que no podía imaginarme que en aquel
rostro de Jesús, donde lo humano se diviniza en una transparente inquietud de
sosiego, simbolizaba el dolor humano flagelado por la indiferencia de los
otros, amarrado con la más absoluta insensatez, golpeado con todos los
resquicios del espanto. El dolor se hacía más humano en esa humanidad del
Cristo, en esa espalda llagada sobre la que yo ponía mis ojos incrédulos y me
fijaba, sobrecogido, en cómo ese cuerpo sostenía la dignidad con la mayor
verdad posible.
Cada lunes santo en Béjar la Cofradía de la Santa Vera Cruz atraviesa
las calles de Mansilla, Calleja del Balazo para recogerse en la Iglesia de
nuevo, y ese pálpito de las personas que le mirábamos doliéndonos también nos
permitía encender nuestro interior en un ímpetu de soledad y de noche. Es
difícil poner palabras a las sensaciones, a esos duendes que nos habitan cuando
algo nos inquieta entre las venas, en el lugar donde habita el silencio y el
miedo.
Béjar tiene en el Lunes Santo las lágrimas maternales, tal vez las
únicas lágrimas que pueden redimir a los hombres del deterioro de sus
espíritus. Ahí camina, como flotando, como navegando entre un mar de claveles
oscuros, la Madre doliente, posiblemente el rostro que sabe y conoce el
desaliento de la premonición de la muerte. Los sueños de la luz habitan el
espacio de la noche, se confunden con el ir y venir de ese movimiento desde
donde se duele la vida en la maternal serenidad de unos ojos sin palabras. La
ciudad es pasión en las torres más bellas que tal vez se asoman a la luna que
riela sobre el gris y la sombra de un rostro de infinito y de esperanza.
Siento que ha sucedido ya el preludio de la última luz del mundo. Algo
se calla y se silencia, como ahora el Cristo que camina hacia la muerte va
brotando de los brazos, va sacudiéndose en los hombros de los braceros que
soportan el peso de la agonía que es el peso de la intransigencia y del dolor
incomprendido. Cristo ha proyectado en su rostro la mirada de todos; es así,
desde que las calles de Béjar en la primavera huelen a piedra húmeda, al cálido
arrullo del agua del río Cuerpo de Hombre, encerrada en el santuario de la
esperanza con la Virgen del Castañar retando desde su lejanía la mirada de un
pueblo que conoce, también como ella, el fin que espera en el Calvario de la
tarde.
La tarde del lunes santo es, ahora en Béjar, un quemante descenso de
luz y de fuego en el horizonte. La primavera escoge sus primeros frutos que
esparce, lentamente, por el viento sonámbulo. Es la última luz que pisa el día
y el Cristo nuevo, recién llegado a las tierras de Béjar, o el pequeño
crucifijo que antiguamente acompañaba en los entierros.
Lentamente, a pasos que palpitan, se encaminan hacia esas estaciones
que el Vía Crucis, en el más ancho dolor del mundo, volverá a ser el camino que
Jesús hoy en Béjar, acompañado por todos, culminará en la muerte.
Es ilusión toda noche:
atravesando el arco de los sueños
poderosos del alba.
Mas la ilusión florece
de la misma manera que los ríos
lejanos del silencio, absorto
el corazón, rostro de fuego,
piedra de ese granito que atraviesa
los peldaños del tiempo
y nos abraza.
Béjar ha oscurecido en un instante de mínima quietud y el cimorro de
la catedral vuela, como una cigüeña de alas infinitas, mientras se miran con
hondura de fuego la virgen de la Esperanza y el Cristo de la Ilusión. Es noche
en las almenas, todo noche.
El Martes Santo se adivina melancólico y levantado en los brazos del
dolor. Allí esperan las horas como si escapasen de un paisaje de sombras y nos
abrumara con la reiterada promesa de la vida. Huele a niebla de sueños
invadiendo nuestras calles, esa invasión de Cristos en disposición del
Sacrificio, de Vírgenes que en su seno llevan el peso de la agonía, un camino
con la Cruz a cuestas hasta el Monte de la crucifixión y del delirio. Martes en
la cadena de la desolación, peldaño a peldaño, eslabón a eslabón, martes que
retorna con la presencia de la Virgen de la Soledad arrancado a la noche luces
nuevas, lunas melancólicas y una estrella morada y grave, un enigma de faroles,
un camino de velas en la oscuridad como un rosario de colores. Esa imagen
retorna con el dolor de la madre, con la angustia de quien siente cercana la
muerte del hijo. Todo se predispone a la compasión, y el brillo de siglos en la
noche se transforma en caricia y en abrazo suave y hondo, filial y secreto. En
este momento de la Semana Santa Béjar se contagia de una especial sensibilidad
y se mira en el dolor de esta Virgen, de esta Soledad, más vacía que nunca, de
esta angustia que el camino predispone al llanto, sabiendo que la soledad es el
vacío más insondable del ser humano, y que en soledad se llenan los pozos del
corazón de un inmenso desconsuelo. Nunca podré olvidar la sensación primera del
rumor de los hábitos y de los metales que irrumpían por los rincones de la
ciudad como recién surgidos de un naufragio de espumas calladas por la
nocturnidad y la plenitud de las crestas de la sierra de Béjar, en las alturas
de la inmensidad.
Todo es tan esclarecedor como la música del alma, donde el aviso de la
debilidad humana es un grito más en el desierto de la noche.
El martes Santo se esconde en las esquinas de la ciudad, en las
puertas abiertas, en el cenáculo del viento. No hay otro instante de más
intenso vacío que el rostro de la Virgen de la Soledad, contemplando el rincón
oscuro de la tarde que ha derramado también lágrimas de sangre:
Rostro habitado
por una lágrima lenta
que desciende.
Cae sobre su manto
el silencio del frío
de la tarde. La ciudad
serenamente roza
sus manos tan vacías.
Hay un hondo llorar
que deja entre sus ojos
el brillo de la noche.
Los tambores despiertan sus quejidos para nunca callar. A lo lejos, la
Plazuela de Martín Mateos, la Calle Colón o la Plaza de España son una
incógnita que se clava en el cielo, y la luna surge prisionera entre las nubes
deshilachadas y tímidas como palomas. Por las calles recoletas y recogidas
vagan las sombras de las ánimas, desde el origen de la procesión, a toque de
campana, a toque frío de campana, a toque desnudo de campana, hondo como el
frío sonar de un golpe que la noche aprisiona en sus alas de oscuro sonido de
campana. Las sombras atraviesan Olleros y descienden hasta la iglesia de San
Juan Bautista, y suena el llanto en todos los que miran la soledad, en ese
dolor de las mujeres que enciende el miedo del tiempo que resta para morir en
la cruz. Se encienden las sombras de la noche.
La Semana Santa de Béjar tiene la intimidad de la piedra, la
originaria magnitud de los caminos de los siglos en vetusta soledad de tiempo.
Y por eso el Miércoles Santo despierta en el silencio, sólo el silencio,
y entonces sólo podrás escuchar cómo florece el agua
de las fuente, el misterio de una mínima quietud
de piedra milenaria, la sensación de que todo termina
al filo de la tarde; los cofrades caminan y tan sólo
se escucha el quejido de sus túnicas, el lento transcurrir
de los pasos deslizándose en la larga hilera de las calles
de Béjar.
Es un momento para la intimidad del silencio, para ver pasar y ver
fluir la tarde que se domina e la quietud de las puertas abiertas de la ciudad,
y una vez más sentir ese roce de las hojas que se mecen en la fidelidad del
viento, con el gemido de los tambores que se acercan y rozan el borde de las
lágrimas del silencio; ese silencio que llorar y palpita con fino clamor de
llanto. Miércoles Santo que la cofradía de nuestro Padre Jesús Nazareno sabe
colmar de más silencio aún. Mirad en la noche cómo nada se escucha que no sea
el pálpito del dolor de este Cristo que en la Cruz lleva al mundo, que en la
Cruz ha recogido todo el temblor de la vida, toda la fuerza del misterio de los
seres humanos en las batallas difíciles de vivir. Mirad a este Cristo que
acumula, en sus hombros, el peso de la historia y no se rinde nunca. La luna
nos mira en la noche fría, tiembla también la piedra más intensa que recibe en
su seno el ser doliente de un Cristo que en el largo batallar de cada día nos
abraza y nos ama. Todo es silencio, todo instante así vivido es silencio,
profundo silencio hasta la madrugada, hasta el alba del silencio, cuando entre
las llamas de las velas el grito de la noche es un clamor de estrellas.
Béjar se parece más que nunca a un templo callado y misterioso, a un
lenguaje de piedra tallada por las manos de sus más recios hijos, a un silencio
imperturbable que camina despacio hacia la luz de la mañana. Béjar se envuelve
de un clamor de primavera en el rocío silencioso de los campos, y nos
llega desde el Bosque el rumor de las aguas, la plácida sensualidad de los
jardines, y allí también un silencio de hojas mece el infinito.
Este es uno de los momentos más intensamente vividos de la Semana
Santa de Béjar, donde se aúnan todos los sentidos para bañarse en el silencio
magnífico de la noche, y así aquietarse en la belleza de lo inasible y de lo
incomprensible a la vez, la trascendente mirada de las cosas cuando son
iluminadas por la belleza que esta ciudad siente en plenitud y total serenidad
de inmensidad y de noche. Cuando Cristo asoma frente a las esquinas, luminoso
en el resplandor de los braceros que le mecen con sinfonía de pasos, con un
ritmo de austeridad y fuerza, cuando se vislumbra frente a la iglesia de Santa
María la Mayor adquiere una dimensión inigualable de tragedia y de honda verdad
de alma.
Pero es en el Jueves Santo cuando Béjar se prepara para contemplar la
historia de la Pasión, el desfile parsimonioso de cada una de las tallas que
componen los momentos cruciales del tiempo de Jesús, cada estación doliente de
este itinerario que anuncia el viernes como culminación de la muerte pero que,
ahora, es camino doloroso hacia la Cruz. Desde la última Cena hasta la agonía
infinita, pasando por el Huerto de los Olivos y el Prendimiento, instantes
recreados con fuerza y verdad en cada uno de los momentos de la pasión de
Cristo. El Jueves Santo en Béjar es un gran huerto de los olivos de granito y
de cielo estrellado. Béjar es un cáliz de luna que se bebe la noche.
El Tálamo es la costumbre legendaria en la que se subastan
públicamente todos los dones que los fabricantes y comerciantes regalan a la
cofradía de la Santa Vera Cruz para el sostenimiento de los gastos de esta
hermandad.
Entonces, la ciudad se achica y se enternece, se envuelve en una
transparencia única y frágil y el rumor tímido de la noche acompaña la oración
y la penitencia. Es otro de los momentos más inolvidables, más lúcidos de la
Semana Santa, en ese puñado de vida que el caminar hacia la muerte hace
fructificar con profunda queja de dolor.
El viento reza. La noche reza. Reza también el lienzo mineral de cada
rincón, y la calle de los Curas en el rumor de la vida, y Mateo Hernández,
durmiente entre sus esculturas de la fauna y del tiempo. Y también las cigüeñas
en todas las torres, y el cuerpo maltrecho del Cristo que clama en la noche sin
que sea escuchado, en un clamor íntimo y personal que cada uno tiene que sentir
en el fluir calmado de su alma.
Ya se divisa la primera luz del día. Ha roto oscuridades lejanas en la
línea última del mundo; se ha desprendido en las alas de la vida, la palabra
que encierra el misterio del hombre. La ciudad se hace cristal desde las aguas
de la madrugada y se nos despierta el corazón para esperar que en el Viernes
Santo suceda el mayor silencio posible, acontezca el mayor misterio del
dolor.
Vivir en Béjar el preludio del Viernes Santo es sentirse muy próximos
al camino de un tiempo inexistente ya, al sendero de las pocas cosas verdaderas
que puede el ser humano sentir en los tiempos que ahora vivimos,
deshumanizados, capaces de tocar lo más terrible sin que nos produzca ningún
escalofrío ni se nos rompa ninguna luz en el fondo del corazón. Esta
experiencia de la Semana Santa de Béjar es la confluencia de un paisaje
exterior que se armoniza con un paisaje interior, y en esa convivencia el ser
humano que vive estos momentos siente la intensidad de un vacío que le
conmociona y le habla sin palabras. Es difícil expresar con los signos de
nuestro idioma el lenguaje que sólo tiene palabras en la emoción.
En el Viernes Santo se rasgan las laderas del silencio para hacerse
aún más el vacío, para descubrir ese plomizo despertar de la piedra en cada
rincón de Béjar, también entristecido, también cubierto de un negro manto de
soledad y noche. Las calles de la ciudad, los campanarios y los rincones donde
el tiempo ha posado su pasar desnudo son habitados por la sombra inmaterial de
los presentimientos. En la muerte el ser humano confluye con el pesar, con la
fuerza irracional del destino único del hombre, con la tragedia de la
despedida. Y Béjar, en cada Viernes Santo, se rasga en pañuelo de pasión y
muerte, se tiñe de una tenue promesa de muerte diluida.
¿Por qué Béjar adquiere ese brillo de azabaches en la mirada de la
vida?
¿Desde qué prisión de luz el tiempo es parte consustancial del hombre
en su designio mortal?
¿Cómo es posible que una ciudad se derrame toda ella desde su
consciencia espiritual? Y esto sucede en el Viernes Santo en Béjar, cuando todo
se hace prisión de soledad y acompaña a Cristo en su lecho mortal, en el
sudario de nardos clamorosos donde abraza la muerte dentro del claustro inmenso
de Béjar, toda ella transformada en un claustro de soledad y angustia
encendida.
Y detrás, como una sombra de lutos y puñales de frío acero, la Madre,
siempre la Madre, angustiada por el infinito dolor de la muerte del hijo,
cercenado su corazón frágil por la insensatez de los seres humanos.
Peregrinemos ocultos hasta el fondo donde se esconde el día, donde
imaginamos un presagio negro y doloroso en la Cruz de la vida, que ahora
llevamos arrastrando a cuestas sin poder olvidar ese delirio de eternidad, ese
delirio de sangre y agonía, ese delirio fervoroso de la sombra que pasa por un
anochecer de luz pequeña, por un campo de fuego encendido en los muros y en las
calles que recorren despacio con el dolor clavado en tus ojos de muerte...
Ya todo ha terminado. Se oscurece este instante y se apagan los
últimos destellos; el tiempo se detiene en su infatigable correr hacia el
abismo. No hay una voz que suene con más alto dolor que quien apaga su voz y se
hace oración sigilosa, palabra interior, morada última de impenetrable
misterio. Ya todo ha terminado: descansa en paz en este instante único en el
que todo parece que se calla, y Béjar abraza con su lánguida piedra gris el
corazón de una Madre sin consuelo... La Piedad ahonda en el delirio del dolor,
soporta el peso del Hijo muerto.
Hemos acompañado hasta el último instante al yacente Cristo en su urna
de cristal, que empalidece aún más su cuerpo desnudo y maltratado. Las calles
de Béjar han visto, más alerta que nunca, el paso del dolor. Ya sólo queda ver
llegar la madrugada de la esperanza, el encuentro del sábado. También ahora
Béjar se predispone a la compasión, y el brillo de siglos en sus casas y
puertas se transforma en caricia y en abrazo suave y hondo, filial y secreto.
En este momento de la Semana Santa, Béjar se prepara para el encuentro, para un
vigoroso sonar de campanas, para la tentativa de luminosidad en el fervor de la
esperanza y se escucha desde esas horas primeras el murmullo de las gentes en
la pascua nueva de la luz.
La procesión del encuentro entre Jesús y la Virgen anuncia la gozosa
resurrección de Cristo. Se recompone la vida y con ella la necesidad de ver
otra vez la luz.
La mañana del Domingo de Resurrección es un vigoroso sonar de
campanas, una tentativa de luminosidad en el fervor de las cosas, y se escucha
desde primeras horas el fogonazo de los cohetes y de los fuegos de artificio.
El murmullo de las gentes lo llena todo, se escucha la vibración de la alegría
expandida en los cuatro vientos. La Resurrección forma parte esencial del plan
íntimo de Dios, o al menos lo presentimos así, y cuando esa mañana de gloria se
encuentran el Cristo y la Virgen, se recompone la vida, y con ella la absoluta
necesidad de ver otra vez la luz. Y Béjar surge como un templo de libertad,
abiertas sus puertas a los vientos más anchos, desechados los postigos,
encendidas las calles, piedra a piedra en el temblor misterioso de la beatitud
de las cosas. La esperanza es una luz que se nos clava en el alma con perfiles
de sueños y de horizonte sin límites. La esperanza vuelve a los hombres para
humanizarnos más, para que se asuma en su carne débil, en su dolor existencial
de permanente angustia. En este día algo nos escribe en el fondo del alma con
letras de silencio pero, a la vez, con buril de esperanza. Es el Domingo de
Resurrección, el único domingo donde la vida está por encima de la muerte y la
hallamos en lo más recóndito de las alturas del corazón y en lo más hondo del
abismo del dolor.
Una vez más Béjar participa de esa generosidad y es propicia a la
fiesta, al trago de limonada, a las torrijas o al hornazo de pascua. Vuelve el
sentido lúdico a las calles, las mismas que atravesaron el dolor y la muerte,
las mismas que vieron el cuerpo doliente y moribundo del Cristo del Amarrado,
ese Cristo Nazareno, el Calvario, o las lágrimas serenas de la madre.
La luz ya baña Béjar y el aroma del campo envuelve en inmensa
primavera a la ciudad, ya toda gozo en este tiempo de Pascua y de vida.
Ávila, Semana Santa de
2004